El ratón de ciudad y el ratón de campo
Había una vez un ratón que vivía en la ciudad, y un día decidió hacer un viaje al campo.
Estaba cansado de la vida agitada que llevaba todos los días y quería relajarse un poco entre los verdes prados ya la sombra de unos grandes árboles.
Mientras descansaba tranquilamente, pasó un ratoncito de campo.
«Buenos días», dijo el ratón de campo.
– ¡Buenos días a ti! Respondió el ratón de la ciudad. – ¿Eres de aquí?
– Claro, vivo con mi familia un poco más allá, cerca de esa arboleda.
– Cómo te envidio… – le dijo el ratón de ciudad – te quedas aquí tranquilo y en paz sin preocupaciones, ¡pero tengo que correr todo el día de aquí para allá para que no me atrapen!
– Pero lo siento, ¿de dónde eres? El ratón de campo preguntó con curiosidad.
– Soy de la ciudad.
– ¡Pero entonces tú eres el afortunado! Allí en la ciudad tienes todas las comodidades del mundo y ¡mucha comida también! Aquí hay momentos en los que pasas hambre…
– Mira amigo, te propongo un intercambio. Yo vengo a vivir aquí al campo y tú te vas a vivir conmigo a la ciudad, ¿estás ahí?
– ¡Vale, me apunto! – respondió alegremente el ratón de campo.
Y así los dos se fueron a sus respectivos nuevos hogares.
Al ratón de ciudad no le parecía real que finalmente pudiera sentirse cómodo por un tiempo, sin tener que correr de la mañana a la noche. Para el ratón de campo, la sola idea de tener una despensa llena de comida, que podría usar a voluntad, era más que un sueño hecho realidad.
Al principio, al ratón de la ciudad también le divertía tener que buscar un pequeño trozo de queso todos los días o tener que averiguar cómo recoger una miga de pan. En la ciudad había engordado mucho y tenía algo de tocino para tirar.
En cambio, el ratón de campo, finalmente, ya no tuvo que preocuparse por tener que buscar la manera de llenar su barriga todos los días: solo tuvo que ir a la cocina y servirse él mismo. El único inconveniente era tener que estar pendiente del casero, su mujer, sus dos hijos y los tres terribles gatos que intentaban matarlo en todo momento.
Pasaron los días y las semanas. Después de un mes, el ratón de ciudad empezó a arrepentirse de las grandes borracheras que hacía a todas horas del día. Ahora ya era mucho si recogía unos pedazos de pan duro o una rebanada de queso mohosa.
El ratón de campo, en cambio, ya no soportaba arriesgar su vida cada vez que entraba a la cocina a robar un trozo de queso: los latidos del corazón y el miedo eran demasiado para él.
Así que ambos decidieron volver por donde habían venido y se encontraron a mitad de camino.
– ¡Hola amigo ratón de campo!
– ¡Hola amiga rata de ciudad!
Los dos se abrazaron y se dieron las gracias por las experiencias que habían podido vivir intercambiando casas. Sobre todo, habían aprendido a apreciar lo que poseían y que de nada servía tener envidia unos de otros. Juraron solemnemente que serían amigos para siempre y cada uno, feliz, corrió rápido a su casa.
Moraleja: una vida más sencilla pero más serena es mejor que una vida brillante llena de peligros.